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“¿Qué ven cuando nos miran?”

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“¿Qué ven cuando nos miran?”

"Mirar es un acto voluntario, lo hacemos porque algo nos llama la atención, movidos por el interés, la sorpresa o, algunos, incluso el odio, pero ver implica una concatenación de funciones biológicas y factores susceptibles de escapar a nuestras intenciones", escribe la autora.

Imagen del funeral de Daunte Wright, retransmitido en NBC News.
Azahara Palomeque
28 abril 2021 Una lectura de 4 minutos
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En el centro de una gran sala en penumbra y atestada de gente reposa el féretro con el cuerpo inerte de Daunte Wright. Lo han colocado frente al escenario, por donde van circulando allegados y personalidades que le rinden tributo: algunos músicos, un artista que pincela el rostro del fallecido en el lienzo que allí permanecerá toda la ceremonia, los familiares más cercanos y un abogado por los derechos civiles, Ben Crump, que pregunta incisivo: “¿Qué ven cuando nos miran? ¿Cómo ven a nuestros hijos?” Se refiere a la mirada blanca de la policía sobre el sujeto negro que acaba tantas veces perdiendo la vida en sus manos.

Daunte Wright tenía veinte años cuando el pasado 11 de abril fue asesinado por las fuerzas del orden en un control de tráfico. Lo habían parado por llevar un ambientador colgado del espejo retrovisor; él mismo llamó a su madre para contárselo minutos antes de que la agente Kim Potter le disparara, según su versión, por error, pues ella creía que estaba usando una pistola eléctrica. En el funeral de Wright se encontraba el novio de Breonna Taylor, una chica también veinteañera fenecida en una redada antidrogas; en este caso, la bala policial la recibió en su casa, donde no hallaron rastro de las sustancias ilegales que buscaban. En la capilla ardiente de Wright estaba presente asimismo la madre de Philando Castile, muerto a los treinta y dos años delante de su novia y su hija de cuatro, igualmente inocente, a sangre fría, víctima otra vez de la violencia policial, de nuevo en una parada rutinaria en la carretera. Finalmente, al entierro acudieron familiares de George Floyd, cuyo verdugo, el oficial Derek Chauvin, fue declarado culpable por asesinato recientemente en un juicio que ha dado la vuelta al mundo como la dio el vídeo donde el hombre perecía asfixiado bajo la rodilla de Chauvin.

Los casos se cuentan por miles: Trayvon Martin, Eric Garner, Adam Toledo… son algunos de los más populares gracias a la tecnología que ha permitido grabar los sucesos y una respuesta masiva en las redes sociales que exige responsabilidades políticas y reformas que no llegan. De tanta como es la frecuencia, muchos otros pasan desapercibidos, bien porque no existe prueba visual inmediata o porque la capacidad del público para reaccionar ante tantísima brutalidad se agota: deja de ser noticia, se convierte en costumbre al igual que los tiroteos masivos –perpetrados en su mayoría por blancos– excepto para quien lo sufre. No obstante, si la muerte alcanza notoriedad, si es pública, vale la pena volver sobre la pregunta de Crump: ¿qué ven cuando nos miran? O, ¿qué vemos los demás cuando compartimos la huella de un dolor ya convertido en contenido audiovisual? Y, ¿qué vemos cuando aún están vivos? Una alusión a la miniserie dirigida por Ava DuVernay, When they see us (2019), donde se ficcionaliza el caso real de cinco adolescentes negros condenados por un crimen que no cometieron, lo esclareció durante la ceremonia: criminales.

Respecto a George Floyd, podemos remitirnos al abogado defensor del homicida, quien alegó que Floyd murió por problemas cardíacos anteriores y su adicción a los opiáceos; es decir, en esta ocasión vieron a un drogadicto. Hace poco, mi pareja y yo vimos el reverso de las mismas circunstancias que dan con los huesos de tantos en el cementerio. Llegó a casa aliviado, dispuesto a contarme la historia que aún recordamos cada vez que leemos sobre otro caso de racismo mortal: notando que había un hueco libre en una zona donde normalmente escasea el aparcamiento, se saltó un stop para llegar más rápido. La policía lo paró de inmediato: ¿adonde vas? Mire usted, lo siento mucho –se excusó, intentado explicar que a menudo le costaba horas dando vueltas encontrar parking. No sólo le permitieron marchar sin multarlo, sino que, además, consiguió dejar el coche donde tenía previsto. ¿Qué ves, cariño? –le pregunté cuando terminó su relato. A lo que respondió: que soy blanco.

No es baladí la pregunta. Mirar es un acto voluntario, lo hacemos porque algo nos llama la atención, movidos por el interés, la sorpresa o, algunos, incluso el odio, pero ver implica una concatenación de funciones biológicas y factores susceptibles de escapar a nuestras intenciones. Una vez que algo es visto, es difícil saltar a la siguiente fase, que desde un punto de vista moral deseable sería la empatía. Sin embargo, como afirmó Naisha Wright, la tía del joven fallecido: “La gente puede ver el dolor, pero no sentirlo”. En efecto, yo no sé lo que es perder a un familiar agujereado a balazos por la policía, la mayoría de los lectores tampoco habrán experimentado ese desgarro. Siguiendo el argumento de Pau Luque en su último libro, Las cosas como son (Anagrama, 2020), es imposible ponernos en la piel de quien carga con tanto sufrimiento. Podemos imaginarlo, posar los ojos en la víctima e intentar comprender su situación; tenemos, me atrevería a decir, un deber cívico que ejercer para que las mismas injusticias dejen de perpetuarse, pero no podemos ni remotamente sentir lo mismo. 

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