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El ocaso de la propiedad

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Opinión | OTRAS NOTICIAS

El ocaso de la propiedad

"Por primera vez en décadas, en occidente, asistimos a una ruptura brusca (disrupción) del deseo de acaparar y acumular", asegura el autor

Toño Fraguas
27 octubre 2015 Una lectura de 5 minutos
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La barba de Van Gogh era pelirroja. Van Gogh tenía esa propiedad: una barba pelirroja. Esperanza Aguirre conduce un Toyota blanco. Esperanza también tiene esa propiedad: un coche. Llamamos de la misma manera (propiedad) a un rasgo físico -natural- y a un objeto -artificial-. Quizá no sea una identificación inocente. Durante siglos los dueños (amos, señores, etcétera), han querido defender su patrimonio como si fuera una atribución natural o divina. Van Gogh tenía la barba pelirroja por obra de la naturaleza o por gracia de Dios; por estos mismos motivos el terrateniente y el oligarca defendían su derecho sobre las cosas y las personas. En el siglo XX, tras un larguísimo proceso histórico, ese derecho a la propiedad privada se democratizó y transfirió al resto de individuos, especialmente después de la Segunda Guerra Mundial. Surge entonces el paradigma en el que hasta ahora hemos vivido: el modelo de sociedad de consumo, tal y como lo definió el filósofo Henri Lefebvre. Pero quizá esta forma de sociedad esté empezando a dar síntomas de agotamiento.

Es lo que sugiere un dato que en abril publicó la consultora PwC en su estudio The Sharing Economy, a saber: el 43% de los consumidores estadounidenses consideran que la propiedad es una carga. Esta tendencia va en aumento y creo que no nos hemos parado lo suficiente a reflexionar sobre ella. Estamos hablando de uno de los países más competitivos del planeta, una sociedad fundada sobre el materialismo económico, doctrina según la cual la felicidad puede incrementarse mediante la compra y acumulación de riqueza material. Y resulta que ahora cerca de la mitad de los ciudadanos de ese país ven como una carga el hecho de poseer cosas.

El auge de la sociedad de consumo se debió, como supo ver el filósofo Jean Baudrillard, no tanto a su eficacia para satisfacer las necesidades vitales de las personas como por su capacidad para cumplir el deseo que cada cual tiene de diferenciarse de los demás, y esto sin importarnos las letales consecuencias medioambientales y laborales que dicho modelo conlleva. Sin embargo, lo que el dato de PwC denota que los consumidores, para diferenciarse, ya no quieren tener objetos en propiedad.

En 2013, Fernando Rodés, vicepresidente de la multinacional publicitaria Havas, declaró en un acto sobre moda sostenible que las marcas deben seguir tres reglas para volver a conectar con los consumidores: “ser transparentes, no pensar sólo en el producto y establecer un sistema de reconexión basado en el concepto de capital social”. Nos interesan especialmente las dos últimas reglas. “No pensar sólo en el producto” quiere decir que, cada vez más, cuando el consumidor compra algo busca también unos valores asociados. Esos valores son los que articulan la última regla, esa “reconexión basada en el capital social”. El capital social, en palabras del sociólogo Pierre Bourdieu, es “el conjunto de recursos presentes o potenciales ligados a la posesión de una red duradera de relaciones más o menos institucionalizadas de interconocimiento y de interreconocimiento” (Las formas del capital, 1986). De nuevo, y volviendo a Baudrillard, nos diferenciamos (nos conocemos y nos reconocen), por aquello que consumimos. Consumir determinados productos nos sitúa en una red de relaciones personales que, estructuralmente, nos definen.

Así, si compramos una manzana, no sólo queremos una fruta: también deseamos un relato sobre ella; necesitamos saber de dónde viene, si los jornaleros que la han recolectado trabajan en condiciones dignas, si la manzana ha sido tratada con pesticidas, si es importada (y por tanto si su transporte contamina…). Ya no nos da lo mismo cualquier manzana, por eso el producto en sí -la manzana- ya no es tan importante. Lo que nos diferencia ya no es tener manzanas, sino un tipo muy determinado de manzana que dirá algo muy concreto sobre nosotros mismos: que nos destacará sobre el resto.

Pero el cambio de paradigma va mucho más allá del producto en sí, y es lo que sugiere el dato difundido por PwC. Estamos empezando a cansarnos de tener bienes en propiedad. Por primera vez en décadas, en occidente, asistimos a una ruptura brusca (disrupción) del deseo de acaparar y acumular. Por eso se explica el éxito de la llamada economía colaborativa. Unos 40 millones de personas prefieren usar Spotify antes que acumular CDs; el alquiler de viviendas se dispara mientras el hecho de firmar una hipoteca se considera una condena de por vida; miles de usuarios en Madrid y otras ciudades prefieren usar las bicis municipales antes que comprarse una, lo mismo vale para los coches y es lo que explica el éxito de plataformas de automóviles compartidos como Bluemove o Respiro: “El gran coste de adquirir y mantener un coche en propiedad no tiene mucho sentido cuando un coche está parado de media el 95% de su tiempo. El espacio público que estamos ocupando en la ciudad con vehículos que apenas se mueven nos impide dedicarlo a espacios verdes o zonas peatonales”, declaran en la página web de Respiro.

En esta tendencia de consumo se prima el acceso a un servicio antes que la titularidad de un objeto; es lo que los anglosajones llaman access over ownership. Si la tendencia se mantiene, en unas décadas tener determinados objetos en propiedad nos parecerá no sólo anticuado, sino también inmoral (dadas las consecuencias medioambientales y sociales -explotación laboral- del consumo de masas).

En 1840 el filósofo anarquista francés Joseph Proudhon publicó el ensayo ¿Qué es la propiedad?. En él distinguió entre el ius in re (la propiedad de derecho sobre una cosa) y el ius ad rem (la propiedad de hecho sobre una cosa, la posesión de facto). Esta segunda modalidad es la que va ganando preponderancia en la economía colaborativa. No deseamos que un papel nos identifique como propietarios de un determinado bien, mueble o inmueble; porque no deseamos las cargas que supone ostentar la titularidad de esos objetos (mantenimiento, impuestos, etcétera), ni las consecuencias morales (medioambientales, de explotación laboral, etcétera) que conlleva; pero, al mismo tiempo, no queremos renunciar a la posesión, al uso y al disfrute de esos objetos, bienes o servicios. En realidad, sea lo que sea la realidad, el carácter aparentemente finito de la existencia humana nos dice que la propiedad en sí misma es imposible (tal y como supo ver Proudhon) y que lo máximo a lo que podemos aspirar es a la posesión -siempre temporal- de un bien o servicio.

El gran reto inmediato es lograr que ese desplazamiento desde la propiedad hacia la posesión (desde la titularidad al acceso) suponga también una clara mejora de las indeseables consecuencias medioambientales y sociales que nos están dejando las sociedades de consumo creadas por el capitalismo salvaje. El peligro al que nos enfrentamos es que el capitalismo salvaje desvirtúe la economía colaborativa hasta convertirla en la enésima máscara y táctica de supervivencia adoptada por un sistema (más bien un tinglado) que causa muertes a diario y que aboca a la humanidad a su autodestrucción.

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